Educar en Multiculturalidad: educar en individualidad es formar identidad

sábado, 31 de mayo de 2008

Cuestionario: texto "La Responsabilidad en la Educación de la Persona"


1 La autora cita a Jean Paul Sartre: “El Hombre no es otra cosa que lo que él se hace”. ¿Qué quiere representar a los lectores con esta frase? ¿cómo se relaciona este pensamiento con la educación?

R: La autora - de acuerdo con los planteamientos de Sartre - concibiría al hombre como un ser libre de cadenas. El hombre existe, y luego se piensa. El hombre se construye a sí mismo, partiendo de lo indeterminado. Tendría entonces, de acuerdo a lo expuesto, libertad de ser lo que él quiera.

Por ello, para tener un verdadero diálogo, para que exista una verdadera educación, el profesor debe tener un profundo respeto por la individualidad de sus alumnos: sus creencias, su cultura, sus emociones, su sentir particular y su especial forma de ver la vida. No es posible violentar esta libertad si pretendemos entregar una verdadera educación. Y la verdadera educación no sólo es entrega, es a su vez, aprender a recibir. El alumno no es una simple vasija que el profesor llenará de ideas y visiones de mundo preconcebidas. El joven al cual guiaremos está llamado a descubrir los velos de su realidad, a mostrarnos nuevas perspectivas de ver el mundo y a cambiar o sustituir los modelos o dogmas que ya no se ajustan a las actuales contingencias, a los cambios históricos, sociales, culturales o económicos. El niño de hoy determinará su sociedad; sus acciones no serán azarosas, pues producto de la reflexión, el diálogo y el consenso, tendrán más fuerza y serán propósitos claros, que beneficiarán al conjunto.

2 - ¿Qué papel ocupa el diálogo en la educación, según la autora?

R: El diálogo sería un pilar en la educación, puesto que es la herramienta que nos posibilita alcanzar una visión más crítica de la realidad. Es esta visión crítica la que da instancias para el cambio y mejora de nuestra sociedad. Se desprende entonces que debemos, como educadores, instar a nuestros alumnos al diálogo y a que tomen conciencia que mediante este diálogo toman parte activa de los cambios sociales.

Este diálogo no será simplemente una mera plática o un simple discurrir de ideas. No seremos un muro donde infructuosamente choquen las ideas de nuestros alumnos.

Me cabe acotar al respecto, que la idea de diálogo de modo alguno significa quedarnos en la simple tolerancia. Si bien es un gran paso, es fácil aceptar al otro y dejar que se quede con su idea, sin que la mía se vea afectada. Cuesta algo más, en cambio, escuchar e intentar rescatar y aunar criterios: una simbiosis de ideas en el aula. Me parece que esto último es lo que debemos intentar alcanzar. El diálogo encierra la idea de algo que va más allá de la tolerancia o de aguantar al otro. Es aceptación, es amor, es sumergirse en el universo de ideas y vivencias del otro. El diálogo implica vernos como iguales, ver en el otro mi reflejo, validarnos y sentirnos parte de un conjunto y de una misma causa: el aprehender nuestra realidad y como mejorarla. Cada clase, cada momento, servirá al profesor para entablar el diálogo. Quisiera citar las palabras del profesor Carlos Moreno: “el conocimiento, las materias, son las herramientas del profesor para ayudar a los alumnos a ser mejores personas… Tenemos conciencia que somos agentes y podemos ayudar a otros a ser mejores”. La materia de clases será la excusa para enseñar a los alumnos a superarse, a tomar conciencia de su rol dentro de la sociedad y su compromiso con esta.

Debemos encaminar al alumno para que entienda que su posición no es la única válida y que no debe tener temor a disentir. Nuestros intentos deben conducirlo a que abandone el temor de ser reconocido y sea tan abierto tanto para expresar su postura, como para escuchar la postura del otro. Pienso que debemos buscar tender puentes hacia los alumnos y entre ellos, acercar visiones, aunar criterios.

De lo expresado por la autora, entiendo que será el diálogo el que nos permita conocernos como individuos, como personas. Esta humanización como autoconocimiento, como la toma de conciencia de sí mismo, junto con convertirnos en seres más plenos,

En el informe Capital Humano en Chile (Brunner y Elacqua, 2003) se menciona un aspecto que cobra cada vez más importancia: al Capital Social, como la vertiente social de la educación. Siendo conceptualizado como “aspectos de la organización, tales como confianza, normas y redes que mejoran la eficiencia de una sociedad mediante facilitación de coordinaciones”, vemos que la capacidad de diálogo cobra gran importancia para el desarrollo de este capital, como una de las dimensiones que incide en el desarrollo del capital humano del país. En Chile, falta esa capacidad de diálogo que se menciona en el artículo de la autora. De acuerdo a estadísticas, Chile presenta bajos grados de interés político y sólo moderados niveles de asociatividad y confianza interpersonal. Chile se caracteriza, más bien, por su idiosincracia individualista. Estos esquemas son el ancla de nuestra educación y son los que se deben modificar; gran responsabilidad es la que recae sobre el educador.

3 – ¿Qué tipo de ser humano debe ayudar a formar el educador, según lo que se desprende del texto?

R: Debemos conseguir que el ser humano en formación sea un ser participativo, desenvuelto, que logre desarrollar la iniciativa para cuestionar su mundo y expresar este cuestionamiento en la palabra, en la crítica, en el disentimiento. Lo más nefasto que puede ocurrir en la educación de un niño es encontrarse con un profesor hegemónico, frente al que toda iniciativa se estrelle cuál si este fuera un muro. Por el contrario, aprendemos junto a nuestros alumnos, aprendemos en la interacción Debemos lograr que el alumno se percate de la importancia de manifestar sus inquietudes en el aula y que sienta que su opinión y participación, por mínima que sea, es valorada, es recibida de manera amorosa y merece el mismo respeto que la de cualquier alumno, valorando el esfuerzo y no las diferencias circunstanciales de los alumnos. Valoraremos el fondo de los hechos, no la forma. Cierto es que buscamos instruir a los alumnos y dotarlos de conocimientos, pero ello sería tan sólo una parte de la labor del educador. El educador tiene como misión formar a seres integrales: seres conocedores, pero también, seres participantes. Convertiremos así, a esta persona en alguien que no será simplemente un observador; no temerá esta persona a la equivocación, a vincularse con el mundo, no temerá a los cambios. Sentirá un sentido de responsabilidad y un compromiso con la sociedad y sus cambios, cambios de los que directa o indirectamente será gestor. En la terminología de Weber, será un actor social.

Enseñar al alumno que la actitud crítica es posible dentro del aula, significaría enseñarle al mismo tiempo que la discusión se da porque existe la posibilidad del cambio. Para que haya cambio debe haber cooperación y una confluencia de criterios que permita enriquecer nuestras ideas y propuestas: una retroalimentación. El diálogo es un arma muy potente, es el arma que nos permitirá salir del conformismo social, de la irreflexión, del ensimismamiento.

Creo que estaríamos sembrando en el alumno la esperanza. Quizás más que sembrar esperanza, lo que un educador hace es mantener la esperanza que intrínsecamente posee la persona. El diálogo implica una actitud crítica, que inevitablemente nos lleva a generar elucubraciones, dudas, preguntas. Y una pregunta siempre esconde una respuesta. Cada nueva duda, cada inquisición, cada escollo se nos impone como un problema a resolver. El hombre es por naturaleza un ser curioso, un eterno buscador de respuestas. Este ser lleva dentro de sí la esperanza. Esa esperanza es la que mueve nuestra historia, la que mueve al ser humano al cambio, al progreso, a la superación de problemas en la sociedad. Si discutimos sobre la violencia, la pérdida de valores, la discriminación, la desigualdad educacional, los resultados de nuestra educación y métodos es porque entendemos que estos son esquemas de vida que pueden ser modificados, superados o perfeccionados. Es por ello que un profesor debe mantener y hacer uso de la esperanza que hay en cada pequeño o joven; bien lo expresa el poeta y pedagogo indio Rabindranath Tagore, "Cada criatura, al nacer, nos trae el mensaje de que Dios todavía no pierde la esperanza en los hombres". Nuestra tarea, sin duda, será mantener y acrecentar la esperanza en nuestros alumnos.

Sólo si nos comprometemos verdaderamente con la educación y abrazamos con firmeza valores como el amor y el respeto, estaremos formando a seres que en el futuro serán adultos menos prejuiciosos, más reflexivos, creativos, plenos y libres de condicionamientos. Seres que serán promotores de cambios positivos y pondrán toda su potencialidad al servicio de la sociedad. La misma responsabilidad y amor que tendremos como educadores al trabajar con la conciencia de un niño, será la que inculquemos a ellos por su sociedad.

domingo, 18 de mayo de 2008

2º Artículo: Análisis "¿Reproduciendo exclusión o construyendo en diversidad?"



Artículo de Seminario “Colombia: del conflicto a la esperanza”, realizado el 29 de

noviembre del 2005.

Escrito por Alejandra Moreno y Claudio Fuenzalida.

Extraído del sitio http://www.aulaintercultural.org/IMG/pdf/colombia.pdf


Título:
Educación: ¿Reproduciendo
exclusión o construyendo en diversidad?

“Todos somos descendientes de inmigrantes”

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Entre los múltiples procesos o etapas por las que debe pasar una familia de refugiados al llegar a un nuevo país, está el ingreso de los hijos a los sistemas educacionales del país de acogida. Esto dado que uno de los principales derechos de los niños y jóvenes refugiados es el acceso garantizado a la educación, lo cual en el caso particular de Chile, se hace valer para cualquiera de los colegios municipales del país.

Esto constituye, además de un reconocimiento al derecho básico de todo ser humano a recibir educación, un paso fundamental en la integración social, no sólo de los niños y jóvenes refugiados, sino del grupo familiar que los acompaña. Así, la comunidad-escuela es una de las principales instituciones sociales en las que las familias refugiadas comienzan a establecer y adquirir un primer contacto social, cultural y vincular con la sociedad de acogida, transformándose la escuela en una de las primeras y principales redes de inserción social para estas familias.

De acá que resulte crucial reflexionar en torno a cuestiones como los procesos y experiencias de escolarización en los niños y jóvenes refugiados; cuán preparada está la sociedad, y específicamente los sistemas educacionales chilenos, para recibir e integrar a los niños y jóvenes refugiados, y en general a la creciente diversidad cultural que está caracterizando cada día más a nuestro país y cuál es el rol de la educación en la formación de valores que indiscutiblemente son requisito de la convivencia con la diversidad.

Tensión entre diversidad y homogeneidad

Si bien desde el comienzo de la historia, los seres humanos han viajado a lo largo y ancho de este mundo, hoy más que nunca vivimos inmersos en una aldea global, existiendo cada vez una mayor diversidad y contacto cultural dentro de las naciones. Particularmente en el caso de Chile, si bien se trata de un país mestizo producto de diversas influencias culturales, con ocho diferentes etnias indígenas vigentes, pareciera nunca haberse pensado a sí mismo como un país diverso culturalmente. Este afán homogeneizador, bajo el pretexto de la construcción de una “unidad nacional” ha ocultado, invisibilizado y negado al diferente, lo que ha constituido uno de los mecanismos más violentos de discriminación y de pérdida de identidad para los grupos minoritarios (Magendzo, 1996).

A su vez la educación y concretamente los centros educacionales, han constituido históricamente parte importante del tejido discriminatorio y negador de la diversidad cultural (y general), tejido que se ha formado en conjunción de una serie de variables históricas, sociales y psicológicas (op. cit.). Esto no es de extrañar, tomando en cuenta que los sistemas educativos son una agencia de reproducción social, que muchas veces no hacen sino repetir y transmitir en su interior las pautas, conductas, creencias, y actitudes que se

1 Lema de la marcha realizada en Paris el 7 de Febrero de 1993 a favor de una Francia multiétnica.

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dan en la sociedad externa. En este sentido, es legítimo decir que el sistema educacional chileno, mantiene una deuda histórica con las minorías en general y por lo mismo, con las culturales de nuestro país, en tanto ha obviado brutalmente el hecho de que cada cultura posee una lógica distinta en el ordenamiento y producción de sus conocimientos y que ésta obedece a una necesidad fundamental de mantenerse y proyectarse en el tiempo (Quidel, 2002).

Sin embargo, entre otros factores, la llegada en los últimos años de un cada vez mayor número de refugiados e inmigrantes, parece estar poco a poco removiéndonos de nuestros imaginarios de país homogéneo y aislado del resto del mundo, apreciándose expresiones tanto positivas como negativas ante esta apertura cultural. Así, si bien el número de inmigrantes y refugiados en Chile todavía no es significativo en comparación con las tazas de otros países, la tendencia va hacia un incremento constante, por lo que el tema de la integración cultural necesariamente debe ir adquiriendo cada vez más importancia en nuestro país, así como en el resto del mundo. A raíz de esto, es necesario preguntarse ¿Cómo podemos aprender a aceptar nuestra creciente diversidad, a valorar nuestra identidad y la de otros, y a reconocer la magnitud de nuestra condición humana?

Educación y diversidad: una deuda pendiente

Es en este contexto social donde las familias de refugiados deben comenzar a insertarse y a adaptarse, y donde específicamente los niños y jóvenes deben vivenciar su experiencia escolar. Si bien las experiencias de estos niños y jóvenes son tan variadas como únicas, observándose casos más y menos fáciles, percepciones y situaciones más y menos positivas, casos más y menos evidentes de discriminación o solidaridad, entre otros, hay un factor común que no se puede negar, y es el rol clave de la escuela como espacio de acogida y protección; instancia que permite por un lado, reconstruir la red social, especialmente con los pares y, por otro lado, desarrollar la identidad, todo lo cual será de una importancia decisiva para el bienestar y adaptación del niño o joven.

De acá la importancia lógica de que el espacio de la escuela y la experiencia escolar sea realmente un espacio potenciador, que permita el real desarrollo de estos niños y jóvenes y que sea capaz de responder a la diversidad de su alumnado (sea éste diverso culturalmente o sea diverso en cualquier otro sentido). Si bien la homogeneidad en la escuela no ha existido nunca, se ha tendido a actuar como si así fuera, siendo casi incuestionable el que el sistema educativo estuviera estructurado por y para el grupo mayoritario. En este sentido, la presencia de alumnos refugiados en la escuela (así como de otras minorías), son una oportunidad bastante valiosa para plantear al menos la necesidad de visibilizar, reconocer y hacerse cargo de la diversidad social y cultural dentro de la escuela, así como la importancia de que ésta logre adaptarse a las necesidades individuales de sus alumnos, y no que sean éstos los que se deban adaptar a la escuela. Además, implica necesariamente la reflexión en torno al rol de la escuela de transmitir y fomentar ciertos valores íntimamente ligados con la convivencia e integración de la diversidad, aspectos necesarios no solo dentro de las escuelas, sino dentro de la sociedad. No hay que olvidar que las aulas son mucho más que un lugar donde se transmiten y desarrollan conocimientos y habilidades, es un lugar donde se dan encuentros de valores,

creencias, ideologías, actitudes, entre otros. De acá que el sistema educativo se plantea como una de las principales herramientas formadoras en la sociedad, lo que ofrece grandes

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posibilidades de acción y cambio (Magendzo, 1996). En base a esto se puede decir que si bien la educación ha jugado en contra de las minorías culturales, también tiene la posibilidad y el deber de revertir esta situación. En este sentido, la formación en competencias que permitan convivir con la

diversidad, son sin duda un verdadero desafío y responsabilidad para la función socializadora y educativa de la escuela. El solo hecho de generar contacto entre grupos o personas diversas no asegura la convivencia pacífica, integrada y enriquecedora, de acá la importancia de que esta convivencia esté acompañada de una verdadera educación yformación, cimentada en los valores de la tolerancia, el respeto, la solidaridad, la valoración y el reconocimiento de la diversidad, el diálogo, entre otros.

Las comunidades deberían ser capaces de aprender y experienciar cómo la comunicación entre culturas las enriquece, y cómo es posible y beneficioso para ambos vivir juntos en un territorio compartido, en tanto les permite abrirse a nuevas realidades, así como tomar conciencia de su propia forma de ser en el mundo. Los estudiantes deberían ser capaces de verse a sí mismos no como superiores ni inferiores sino como diferentes, y no como homogéneos sino como iguales. En este sentido, la escuela debe constituirse en un lugar que hace funcionar al mismo tiempo dos principios inseparables: el principio de la diferencia cultural y el de la identidad como ser humano, dejando en claro el mensaje de que por muy diferentes que sean nuestras culturas todos somos seres humanos con la dignidad y el derecho al respecto que eso implica (Charlot, 2004).

Al aludir a la integración de la diversidad en el sistema educativo no se apela a un currículo diferenciado ni favorecedor de ciertos grupos deslegitimados históricamente, en tanto esto constituiría sólo una forma más de perjuicio y subestimación. Lo que se busca es una valoración de nuestras diferencias y particularidades, bajo el marco de nuestra igualdad como seres humanos, la creación de espacios para que esta diferencia se exprese y se dialogue, contribuyendo al enriquecimiento de la realidad escolar.

Depende de nosotros convertir la llegada de inmigrantes, refugiados y otras minorías en una fuente de conflictos, discriminación y división, o bien en una oportunidad inigualable de convertirnos en una sociedad más rica tanto a nivel cultural, valórico y humano. El discurso de la integración, la valoración de la diversidad, el respeto y la tolerancia, debe ir acompañado de medidas concretas que apunten realmente a fomentar e internalizar estos valores como propios, de lo contrario se corre el riesgo de que este discurso se quede solo en eso, palabras. Para prender a “apreciar la diversidad” ¿No es

fundamental que la sociedad ofrezca instancias, espacios, oportunidades para convivir e interactuar con todo tipo de personas? ¿No es fundamental que esta convivencia se desarrolle en un contexto de educación valórica e intercultural?

Así, el creer que la escuela debe ser un lugar capaz de satisfacer las necesidades de todos y no al revés y el hecho de convivir con personas diferentes en situaciones de igualdad, a quienes se les reconoce y valora su diversidad, son situaciones que efectivamente representan una revolución para el área de la educación y que permiten avanzar hacia una educación más integradora y, por lo tanto, hacia una sociedad más humana, más justa y más igualitaria.


ANÁLISIS

Ante todo, debo mencionar que escogí este artículo debido a que esta problemática es un tema que hoy más que nunca toca a nuestra realidad educacional: Chile, un país con 8 etnias distintas y con un arribo de inmigrantes que va en escalada, es innegablemente un país multicultural. Nuestro país en los últimos años ha sido un polo de inmigración para ciudadanos peruanos, argentinos y colombianos, entre otros, motivados a avecindarse por mejores expectativas económicas y sociales. Es posible, además, hacer extensivo el tema a las minorías étnicas, que muchas veces pasan a ser extranjeros en su propio país y a cualquier otro tipo de discriminación.

Queda manifiesto por los autores Alejandra Moreno y Claudio Fuenzalida, el derecho que tiene todo niño a recibir una educación que le integre a la sociedad, tanto a él como a su entorno familiar. La escuela, para el inmigrante, será la entidad que le permitirá vincularse al mundo social y cultural de la sociedad que le recibe.

Por ello, a decir de los autores, será de importancia esencial cuestionarse el desarrollo y las experiencias de los chicos inmigrantes. Debemos hacer una reflexión acerca de si somos realmente una sociedad integradora, capaz de abrirle las puertas al extranjero, capaz de acogerle y capaz de tener una solidez valórica suficiente como para lograr una coexistencia sana en la pluralidad.

Tensión entre diversidad y homogeneidad

Actualmente estamos inmersos en una realidad globalizada; las comunicaciones son más expeditas, podemos viajar con relativa facilidad, sin esperar largos trayectos, que podían durar días, meses o incluso años. Chile siendo un país totalmente heterogéneo, paradójicamente ha hecho las veces de "homogeneizador". Un homogeneizador que niega a los seres diferentes, no les acepta, les excluye. En un intento por crear una identidad característica chilena, se ha denostado y desconocido las costumbres de los extranjeros, y bien cabe decirlo, de nuestras etnias. Se tiene la idea equivocada de que poseemos en Chile una cultura homogénea, la que debe ser imperativa (en muchos casos coercitiva) en el aula de clase. Vulneramos la identidad de ese otro, a quien se considera minoría, ese extranjero, el indígena o bien el muchacho campesino, distante y distinto. Los centros educativos, a decir de los autores, se han convertido en entes represores de la diversidad. La imagen de mundo de un chico del altiplano nortino, de un niño chilote, de un isleño o de un extranjero avecindado en nuestro país, puede ser distinta, mas no podemos perder de vista la esencia de la educación: la educación como actividad busca extraer lo mejor de nosotros mismos, busca potenciar nuestras capacidades intrínsecas. Pestalozzi dirá que la “Educación es el desenvolvimiento armónico de las facultades y disposiciones originarias de la naturaleza humana”. En suma, somos seres únicos y eso, aunque parezca de sentido común, es lo que jamás un educador debiera perder de vista, jamás agredir la unicidad de un niño, puesto que en nuestra diversidad, hay algo que todos compartimos: todo chico tiene una tendencia natural al bien y a contribuir a la sociedad que lo acoge. Bien lo dice Rousseau: "El hombre es naturalmente bueno, es la sociedad que lo corrompe".

En tiempos de la Colonia, se intento unificar y desaparecer la identidad étnica de los pueblos originarios, ora por razones de codicia y dominio, ora por otras más nobles e idealistas, como la evangelización. La idiosincrasia chilena tiende a la homogeneización, a igualarnos, pasando a llevar importantes diferencias que bien podrían enriquecer nuestro capital humano, nuestra cultura. En palabras de Ramiro de Maeztu, escritor español, "Decir que los hombres son iguales es tan absurdo como proclamar que lo son las hojas de un árbol". Pienso que muchas veces se pretende una igualdad, mas una igualdad malentendida. Esto, en el sentido que somos poseedores de una identidad, de una diferenciación, de características propias, que sumadas a las de otros enriquecen nuestra cultura.

La escuela se constituye en el estandarte de sociedad que determina los cánones y fines de lo que se busca en materia de educación mediante el currículo. Durante mucho tiempo se dio por hecho la existencia de una cultura mayoritaria, dominante, a la que debía supeditarse la cultura minoritaria. En antropología se habla de aculturación, proceso en el que un pueblo o grupo de gente adquiere una nueva cultura (o aspectos de la misma), generalmente en desmedro de la cultura propia y de forma involuntaria. Un agente de aculturación serían las colonizaciones. Se entiende que somos una sociedad homogénea y que a ella deben adaptarse las subculturas (etnias, inmigrantes). Cabe plantearse si realmente somos hay una cultura homogénea, como se ha pretendido creer. Pienso que la realidad es que el conjunto es una suma de singularidades; aún habiendo sido cada quien por sus experiencias de vida, posee ideas de mundo, creencias, una moral y costumbres distintas. Si ya cada quién es un mundo, por sí mismo, qué cabe esperar de una sociedad sudamericana de raigambre mestiza. No podemos hablar de una cultura dominante, puesto que realmente no somos un conglomerado que tenga caracteres definidos, esto por la diversidad de nuestros orígenes. Ni tan siquiera caracteres propios, debido a la influencia y asimilación de estilos de vida y costumbres foráneas, producto de la globalización.

Retomando las palabras de los autores del texto en cuestión, es por esto que los autores sitúan a la llegada progresiva de inmigrantes a nuestro país, como una de las principales causas para replantearnos el tema de nuestra identidad y la necesidad imperiosa establecer políticas que permitan una adecuada integración a los extranjeros y a las minorías. Chile debe hacerse consciente de su propia diversidad, a la par que aceptar el desafío de integrar y valorar al inmigrante y su cosmovisión.


Educación y diversidad: una deuda pendiente

Es en la escuela, dirán los autores, donde los niños y, por extensión, sus familias comienzan a partícipes de la comunidad. Aún cuando cada chico posea una historia de vida y tradiciones, aun cuando exista la discriminación o la solidaridad y de acuerdo a esto, sus impresiones de la realidad en que se inserta se conviertan en favorables o desfavorables, es innegable la influencia de del colegio como instancia integradora del niño, instancia que le permite establecer lazos afectivos con sus pares, dándole oportunidades para algo indispensable para el ser humano, que es el contacto con los otros, pues como dice José Luis Castillejos sobre la educación y la socialización, esta “no existiría si el hombre fuera un ser aislado”. Además, la socialización y el respeto de sus pares es crucial para la formación de una personalidad sana en el niño.

Los autores hacen hincapié en la importancia de la escuela, como motor que impulsa el desarrollo de los niños, no tan sólo en los aspectos cognitivos, sino también en los aspectos sociales y valóricos. Creo que el compromiso que el chico tenga el día de mañana con la sociedad en que está inserto, la lealtad y el amor hacia la comunidad y sus ansias de contribuir positivamente a esta, dependen en gran medida de la experiencia positiva o negativa que haya tenido en la etapa escolar, principalmente en los primeros años. La escuela, en este sentido, no sólo debe orientar sus fines al conocimiento enciclopédico, sino también cautelar que existen diferencias individuales en el alumnado, más o menos marcadas, vivencias, costumbres, tradiciones y necesidades distintas, que deben ser tomadas en cuenta en la sala de clase. Es la escuela quien tiene la responsabilidad de adecuarse a esta pluralidad y este peso no puede recaer sobre el niño.

A este respecto, los autores invocan a la reflexión sobre el papel que juega la escuela como entidad encargada de difundir valores que posibiliten una relación armónica entre los niños. Como dice Pierre Faure, educador jesuita, debemos “reaccionar contra una enseñanza que acentúa casi exclusivamente la adquisición formal de los conocimientos, sin preocuparse suficientemente de procurar una formación personal”. Los aspectos valóricos muchas veces son descuidados, en una excesiva preocupación por atender a los contenidos del currículo. No obstante, si deseamos formar hombres libres, debemos librarnos de las cadenas que nos impiden embarcarnos rumbo a una sociedad que se haga cargo de pluralista. La educación enciclopédica debe dar paso a una educación más reflexiva y crítica, que permita a los chicos romper el esquema de intolerancia y odiosidad hacia lo desconocido, hacia quien es diferente. Odiosidades que actúan como mecanismos de defensa, por el temor hacia lo desconocido. Se le achaca al este “Otro” toda clase de males: el extranjero será el enemigo, aquel rival que roba mi pan; el habitante rural o autóctono será visto como alguien inferior, incapaz de adecuarse a las convenciones y el “buen gusto” urbanos; en suma, quien ante los parámetros de la sociedad es distinto, suele ser objeto de burlas, escarnio o repudio. La educación – bien lo dicen los autores del texto – tiene como deber el cambio de estos viejos lastres que impiden el progreso de nuestra humanidad.

Parafraseando al filósofo Olivier Reboul, Educar no es fabricar adultos según un modelo, sino liberar en cada hombre lo que le impide ser él mismo, permitirle realizarse según su 'genio' singular".

Los cimientos que apuntalan esta evolución hacia la apertura son los valores. Como seres humanos no podemos vivir sin valores, sin ideales. Sobre los ideales “estos, a pesar de no existir más que en nuestra mente, no por ello son fábulas o quimeras carentes de vigor y “utilidad”, pues además de ser puntos de referencia de las aspiraciones humanas, son criterio de valoración (mayor o menor perfección) y poseen un uso regulador o normativo de las acciones”. Si educamos a los jóvenes en la reflexión, en la criticidad y en valores, aprenderán estos a dirigirse, a ser respetuosos con las diferencias, a entender y a enriquecerse de la singularidad del Otro. Como bien lo expresa el profesor Mèlich i Sangrà “la relación entre culturas no se concibe en términos de conocimientos o de reconocimientos, sino como escucha y responsabilidad hacia aquel absolutamente Otro”.

Los autores señalan que este es el camino para que los chicos compartan experiencias de vida, en respeto. Creo en este sentido, que si bien poco a poco nuestra sociedad se ha ido sensibilizando, aún hoy no existe una suficiente apertura mental para ver con altura de miras a las minorías. Que inmigrantes, jóvenes rurales, minorías étnicas y cualesquiera otras, sean tratados indignamente por algo absolutamente circunstancial, es deleznable e inadmisible en la sociedad que deseamos construir.

Si deseamos construir identidad en nuestro país, debemos partir aceptando la heterogeneidad. El otro será el espejo en quien me contemple, en quien me vea y entienda quien soy. Pues, en palabras del profesor Mèlich i Sangrà “la cultura propia, la subjetividad y la identidad personal, se forman a partir de la respuesta a la demanda del otro”.

Tomemos lo mejor de cada sociedad, tomemos como ejemplo al extranjero, que con esfuerzo busca ganarse un lugar y ser productivo al país. Aprendamos de su cultura. Recordemos que nuestra patria es una patria hecha de inmigrantes, una mixtura de orígenes. Inculquemos en los chicos el respeto a las diferencias. Desterremos los prejuicios de nuestras salas de clase, de las conciencias de nuestros niños. Creemos conciencia, eduquemos al niño en una conciencia crítica, que le permita desarrollar su individualidad; primeramente creo que es necesario que trabajemos en su capacidad de tolerancia y aceptación por el otro, pues en la aceptación y validación de la otredad, es posible diferenciarnos, lograr un mejor conocimientos de nosotros mismos y tomar conciencia de nuestro lugar en el mundo como seres únicos y particulares.

Los educadores deben cautelar que los alumnos no se observen como seres con quienes hay que competir o compararse: de acuerdo a los autores y citando sus palabras, “Los estudiantes deberían ser capaces de verse a sí mismos no como superiores ni inferiores sino como diferentes, y no como homogéneos sino como iguales”. Al respecto, tengo una discrepancia en este punto. Cierto es que debemos guiar al alumno a relacionarse desde una postura más amorosa hacia el otro y a liberarse de las ideas prejuiciosas que imperan aún como viejos espectros en nuestra sociedad. Tenemos tanta diferencia con el extranjero así como la tenemos con el compatriota que vive en el norte o el que vive en el sur. Definitivamente hay diferencias, mas lejos de temerle a esas diferencias, debiéramos valorar la riqueza cultural que esto conlleva. Aparentemente habría una digresión lógica en la afirmación de los autores, cuando señalan que los niños deben verse como seres diferentes, pero luego habla de una igualdad. Interpretando las palabras de los autores, es posible entender que cuando hablan de igualdad no se trata de emparejarnos; tenemos diferencias culturales, pero una igualdad como seres humanos: todos tenemos la calidad y la dignidad de ser persona. Es en ese sentido que somos iguales.

Los autores afirman que sería un despropósito para llegar a una integración de las minorías el establecer un currículo diferente, que pretenda favorecer a los grupos minoritarios. Y es que esto, lejos de favorecerlos, sería una forma más de segregación. Lo realmente deseable es que aprendamos como sociedad no sólo a tolerar, sino que a empatizar con el otro. Parafraseando a Mèlich i Sangrà “Nos situamos más allá de la tolerancia. La relación del otro se concibe como compasión (sufrir con el otro) y como responsabilidad (respuesta a la apelación del otro)”. La buena convivencia con las minorías será posible en la medida que busquemos puntos de convergencia, espacios en que podamos valorar y conocer al otro, y así re-conocernos.

Ciertamente se han hecho esfuerzos y las buenas intenciones no han faltado en esta materia. Ya en la Declaración de Ginebra de 1924 se incluía entre uno de los derechos básicos del niño, el derecho a una educación que le posibilite un desarrollo pleno de sus facultades, independientemente de su “raza, color, sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento u otra condición”. Chile, además, firmó y suscribió la Convención de los Derechos del Niño junto a otros 57 países el 26 de enero de 1990. Sin embargo, aún cargamos con el lastre de viejas ideas basadas en la ignorancia y miramos con recelo al extranjero, al autóctono o simplemente a aquellos que nos parecen Otros.

Hay un discurso integrador. Hay una apertura de forma ¿pero de fondo? Cabe preguntárselo. Queda aún por internalizar, tal vez, el discurso aquel que nos señala como un país solidario; que este valor se haga extensivo a todos y no quede sólo como mera prédica. Quizás venga al caso recordar un estudio realizado por la UNICEF en el 2004, acerca de los prejuicios en niños, niñas y adolescentes chilenos. Al respecto, este da cuenta de un 46% de alumnos que considera a las demás nacionalidades como inferiores a la chilena. Asimismo, este daba cuenta de un porcentaje considerable de rechazo hacia la homosexualidad y las personas enfermas de sida. Debemos hacer un examen de conciencia e interrogarnos sobre lo que deseamos - a futuro - transmitir a los niños. Asimismo, cabe preguntarnos cuántas de estas odiosidades nos fueron heredadas, para así no traspasarlas a los alumnos. Si deseamos cambios, comencemos por nosotros mismos; veamos cuantos prejuicios encubiertos hay en nosotros mismos. Evitemos expresarnos en términos peyorativos, no sólo en nuestra sala con los educandos, sino en todo ámbito de la vida. Brindemos igual atención y respeto a todos los alumnos. A este respecto, rescato las palabras de Nieves Pereira “El mundo de hoy pide una educación que ayude a los hombres a ser. Todos tenemos el deber de llegar a ser. Compromiso personal y colectivo a un tiempo. Llegar a ser... hombres originales, más libres, más activos, armoniosos y equilibrados, señores de si mismos, aptos para la convivencia, capaces de dominar las cosas y mantener su vida trascendente”. Si buscamos guiar al alumno hacia su Ser, comencemos por convertirnos nosotros mismos en seres más íntegros, pues en el futuro, estamos llamados a iluminar conciencias.

Es necesario, además, cautelar y proteger al niño víctima de discriminación, pero a su vez, debe convertírsele en un sujeto dotado de autonomía, con una voluntad y propósitos firmes como para poder resolver los innumerables conflictos que puedan presentarse en la vida, cuando no haya quien velar por él. Debemos, cual artistas, modelar a un ser que sepa que posee un lugar en el mundo y que aún cuando pueda estar inmerso en un medio que parece serle adverso, sea capaz de revertir estas situaciones. Trabajar en la autonomía del niño es dotarlo de autoestima, es respaldar sus capacidades e inculcar en él un sentimiento de esperanza ante las adversidades. Así formaremos a personas que el día de mañana luchen por hacer de nuestra sociedad, de nuestro mundo, algo mejor.

Debemos incentivar en los chicos la convivencia y el intercambio de experiencias en la diversidad. Es necesario llevar las buenas intenciones a la práctica y que no queden solamente plasmadas en un papel como un loable ideario inalcanzable. Facilitemos instancias de reflexión al alumno, partiendo por la sala de clases, promoviendo iniciativas como debates sobre el tema, lecturas, proyección de films, representaciones teatrales, narrativa y talleres donde se promueva la discusión y expresión de necesidades en un ambiente de respeto. Filosofemos junto a los niños. Podemos, incluso, aprender de ellos. Es posible empezar a realizar cambios desde la sala de clase y utilizar recursos que no requieran gran inversión económica. Lo que se requiere es conciencia y voluntad.

El analizar este artículo y recabar información sobre esta temática, me ha hecho reflexionar sobre el importante rol del profesor en la construcción y progreso de su sociedad. Liberando a las generaciones jóvenes del oscurantismos mentales y prejuicios encubiertos que aún permanecen. Este artículo nos permite hacer tan sólo un atisbo tangencial al tema de la discriminación e integración de las minorías en el aula. Muchísimo más habría que decir, discutir y reflexionar. Y tanto más queda por hacer.

Sara Gutiérrez Villarroel


BIBLIOGRAFÍA USADA PARA CITAS, DOCUMENTACIÓN Y ANEXOS COMPLEMENTARIOS

  • “Filosofía de la Educación hoy”

Altarejos y otros

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viernes, 2 de mayo de 2008

1º Artículo y su análisis: La Filosofía y los valores.


Nota: El análisis del artículo va adjunto a este, escrito en letras verdes, para distinguirlo mejor.


La filosofía y los valores. Notas polémicas para un tema de actualidad.

Rafael Plá León
Publicado en Umbral, revista cultural, Santa ClarA
mpla@uclv.etecsa.cu

El problema de la formación (o de la recuperación) de valores morales en los jóvenes y en la población en general, ocupa hoy el tiempo de muchos educadores, filósofos, líderes políticos, dirigentes revolucionarios y toda índole de trabajadores ideológicos. Y la tarea no es sólo de nuestro país, ni siquiera puede decirse que sea una tarea de organizaciones comunistas exclusivamente; no. En ella están inmersas las más variadas fuerzas espirituales, desde la Iglesia hasta los medios de comunicación, pasando por gobiernos, partidos políticos, escuelas, sectas y congregaciones.

Obviemos por el momento lo que puede ser el meollo de la discusión -o al menos lo más práctico-, que versaría en torno al contenido de valores concretos como la honestidad, la valentía, la fidelidad, la sinceridad, etc. Nos interesa detenernos en un aspecto colateral de forma: ¿cómo orientar el trabajo de formación de valores? ¿Qué forma darle a la actividad de divulgación de ideas que pretende el objetivo de sensibilizar a las personas con el mundo moral?

A primera vista no es fácil captar el problema: se sobreentiende que el profesor (el maestro, el periodista, el propagandista, el político, el pastor, el cura o el artista) lleva la misión de transmitir una experiencia de sensibilización con el mundo que le rodea, y que para esto basta enseñarles a los alumnos (niños, pueblo, feligreses, público) ideas llenas de emoción que hayan expresado pensadores de otros siglos. La formación de valores así entendida, sin embargo, corre el riesgo de levantar desdeños escépticos y de terminar en aburridos sermones o en actividades demasiado emotivas que no despierten reflexión ni interiorización en los jóvenes a quienes va dirigida.

La primera piedra significativa en el camino la puso el filósofo griego Sócrates, quien, ante el asombro de todos exclamó: "la virtud no se enseña". El dardo, bien dirigido al corazón de las doctrinas de los sofistas, conserva hoy todo su interés y merece que lo examinemos más detenidamente. En efecto, "enseñar la virtud" significaría enseñar a las personas la bondad, es decir, a ser buenos. Pero ya se ha visto que ningún malvado ha cambiado su forma de ser luego de oír una disertación sobre la necesidad de ser bueno. De modo que el discurso sobre la bondad es impotente con el malvado e innecesario para el bueno. La virtud no se aprende, se lleva dentro. Nadie se vuelve bueno si ya antes no lo era. De modo que el proceso de formación o transmisión de valores concebido como enseñanza lineal de maestro a discípulo queda completamente desacreditado. Y de esto dan fe los inútiles sermones moralistas que intentan enaltecer las virtudes en abstracto, o ensalzando determinadas posturas ejemplares. Los valores, más que enseñarlos, hay que ejercitarlos.

La crisis de esta forma lineal de intento de transmisión de valores está reforzada por la tradición religiosa medieval, que construyó en torno a la Iglesia y sus principales representantes toda suerte de leyendas (verídicas o no) encaminadas a enaltecer las figuras que encarnaban las más altas virtudes. Dios empezó a ocupar el lugar que Platón había reservado al "eidos" (ideas), viéndose como modelo de perfección y de conducta ejemplar.

Pero el mal abundaba entre sus discípulos terrenales, y la discusión se centró en la realidad o irrealidad del mal. Aquellos que con Anselmo consideraban que el mal no tenía una realidad positiva, sino que era sólo deficiencia de bien, intentaron liberar a Dios de toda responsabilidad por la tan extendida maldad humana. Pero de todas formas, el razonamiento, por cualquier camino que tomara, ponía en crisis la manipulación ideológica de la religión: o Dios había creado el mal al mismo tiempo que el bien; o el bien creado era impotente para alcanzar la plenitud, dejándole un espacio al mal -cosa que pondría en duda la perfección divina-. Lo que parecía evidente era la unión indisoluble de ambos términos. Las mentes más esclarecidas podían confirmar por esta observación que el proceso de formación de valores no puede concebirse como transmisión "pura" de lo "positivo". Aquí lo "negativo", el "mal" es esencial para percibir lo "positivo", el "bien".

La Ilustración moderna supo jugar bien con las contraposiciones del bien y del mal. A Rousseau, por ejemplo, no escapó la contradicción que encerraba la educación en sociedad. Mientras más "educado" era el individuo, más se envilecía, más corrompía su espíritu con las ilustradas maneras de ocultar su verdadera naturaleza, de disimular ante sus similares sus impulsos naturales. Y el hombre aprendía no sólo a disimular su propia personalidad, sino a codiciar los bienes comunes o de los demás y a maquinar planes para lograr sus egoístas propósitos. El "retorno a la naturaleza" fue, entonces, el lema que presidiera su teoría educativa. Es decir, abstenerse de enseñar al niño teorías fabricadas, dejarlo desarrollar sus impulsos, para que fuera libre. Cualquier pedagogo puede asustarse con estas ideas, pero no se puede negar que en su punto de partida hay un grano racional importante: la sociedad actual (burguesa) -que en principio no se distingue de la que vivió Rousseau- limita en buena medida la libre expresión de la personalidad.

La formación de valores morales no puede ser una actividad formal, porque corre el peligro de lograr resultados contraproducentes. Tiene, pues, que partir del conocimiento profundo de las leyes de la actividad subjetiva, para seguirlas y aprovecharlas en toda su plenitud. Pero no me refiero sólo a las cuestiones que tienen que ver con la psicología, sino también a las que tienen que ver con la actividad propia del pensamiento, es decir, con la actividad teórica.

Todo individuo tiene capacidad para el pensamiento teórico, pero muy pocos la logran desarrollar. Aquí influyen factores que tienen que ver con la enseñanza, la habilidad de maestros y profesores para formar esa capacidad y desarrollarla, pero también factores relacionados con los prejuicios hacia ese tipo de actividad. (No entraría aquí a considerar los de más peso, aquellos que tienen que ver con la posibilidad real que tenga cada individuo para participar en una actividad notablemente alejada de la producción material que ocupa a la mayor parte de la sociedad). Es común que la mayoría de las personas manifieste un desprecio total por la actividad teórica. Este desprecio llega a calar, incluso, en los propios predios de la ciencia, en científicos que privilegian el sentido empírico por encima del teórico, cuando en realidad ambos momentos se necesitan uno del otro y son inconcebibles uno sin el otro, si nos queremos mover en el ámbito de la ciencia, es decir, del conocimiento verdadero. Pero ese desprecio no ayuda en la tarea de la formación de valores; sobre todo si pretendemos que esa formación sea sólida y no se derrumbe al primer choque con la realidad.

Una de las causas más elementales del derrumbe de sistemas de valores es la comprensión empírica de los mismos. El proceso de pérdida de valores pudiera describirse así de forma esquemática: 1) se identifican los valores con determinadas realidades empíricas, no avanzándose hacia el concepto de tales valores; 2) la realidad se desarrolla y esas determinadas realidades empíricas pierden su carácter original desvinculándose de aquel significado que las ligaba a aquel valor; 3) al mantenerse el vínculo formal del valor con la realidad se hace evidente el absurdo porque todo el mundo se percata de la no correspondencia; 4) el valor pasa a ser un elemento formal que no guía la actividad vital de nadie, pasando a ser, sí, componente importante del mundo de la simulación social.

La importancia que tiene el mundo de la subjetividad quedó clara en la historia del pensamiento humano, sobre todo cuando la filosofía alemana se empeñó en la engorrosa tarea de pasar el tema por los tortuosos caminos de la reflexión racional. Prometo no abusar de la paciencia de un lector no acostumbrado a la lectura de semejantes tratados teóricos -confieso que yo, latinoamericano al fin, tampoco lo estoy del todo-; sólo quiero señalar dos posiciones clásicas: la de Kant y la de Hegel.

Para Inmanuel Kant, la razón pura llegaba en su desarrollo a un atolladero de antinomias, de las cuales no podía desembarazarse. La vida práctica (moral) no podía guiarse por la razón pura, puesto que de este modo la actividad de los individuos carecería de una guía segura al no poder discernir entre las contradicciones cuál sería la vía correcta hacia la verdad. La razón práctica tendría supuestamente otras reglas y aquí sería la fe quien dictara y no la razón pura.

El imperativo categórico fue la fórmula kantiana que expresó mejor que nada en su época la idea del perfeccionamiento moral de los individuos, en medio de una convulsa realidad que parecía en todo momento serle hostil. "Actúa de modo que tu acción pueda erigirse en principio de una legislación universal" -así rezaba, poco más o menos. Si tu acción es egoísta, individualista, es imposible tomarla como modelo para los demás, puesto que todos, al satisfacer sus deseos, entrarían en conflictos mutuos. Si, por el contrario, tu acción está orientada a hacer el bien a los demás, si es una acción colectivista, no egoísta, sí puede servir de modelo a la sociedad. De este modo se multiplicarían las buenas acciones y se fortalecerían los vínculos sociales.

Pero el imperativo categórico no es la ley jurídica que desde el exterior dictamina lo que el individuo puede o no hacer; ni tampoco es la presión moral exterior que te obliga a una actitud aunque la ley te permita lo contrario. No, el imperativo categórico es justamente ese valor moral que desde el interior de ti mismo estructura toda tu personalidad y no habrá ya necesidad de ley humana alguna que te imponga hacer el bien, porque Dios mismo estará dictando sus leyes desde el interior de tu subjetividad.

Kant, sin embargo, tiene claridad sobre una cosa: el imperativo categórico es un ideal; cosa que en su concepto quiere decir que no es ni será nunca realidad. Así mismo, la eliminación de la contradicción es el ideal del conocimiento científico, aunque la realidad indique que la contradicción es inherente al pensamiento. El divorcio entre la realidad y el ideal es la base cosmovisiva de la posición de Kant y de la forma en que concibe el mundo ideal. El ideal no es real; la realidad no tiene nada de ideal. El ideal, en esta concepción, no tiene más remedio que conformarse con asumir una función de modelo de perfección, pero renunciar a convertirse en realidad. Lo más que puede hacer es servir de acicate a la realidad para que se perfeccione, manteniendo así en constante presión la actividad humana. El hombre, al trazarse metas en correspondencia con un ideal, actúa aún a sabiendas de que ese ideal no llegará nunca a ser real, pero lo ayudará, no obstante, a ser mejor. Es lo que nombramos "idealismo": diseñar la actividad humana en correspondencia con un ideal social, no con la realidad que siempre será demasiado "corrupta" en relación con la "belleza" del ideal. Muy de otra forma comprenderá Hegel el carácter y la función del ideal. Para no hablar ya de Marx.

En Hegel la clave es aquella famosa y enigmática fórmula: todo lo real es racional; contraponiendo al divorcio kantiano, la identidad de realidad y pensamiento. Esta posición estuvo preparada por la evolución filosófica del kantismo en las obras de Fichte y de Schelling, fundamentalmente. No puede entenderse la actividad humana contraponiendo el mundo práctico al pensamiento teórico, el mundo "real" al ideal "racional". Tampoco nadie con mediana sabiduría puede aceptar la impotencia del ideal en la concepción kantiana, cuando por otro lado se contempla el mundo de la cultura humana y, fundamentalmente, la obra de una revolución social como la francesa y -pudiéramos agregar nosotros- como la cubana.

La idea de cualquier forma se realiza (aunque sea de forma "ïmperfecta"). La realidad es posible expresarla en imágenes subjetivas (sean ya representaciones artísticas, conceptos científicos, doctrinas morales, leyes jurídicas, representaciones religiosas, etc.) de un modo más o menos exacto. Tampoco hay que desesperarse porque la idea no se pueda realizar de modo perfecto, ni porque la imagen subjetiva sea sólo aproximada. Esta situación no cambia el hecho de que la idea se realiza y la realidad se idealiza.

De ahí que haya que modificar en algo el concepto que tengamos de ambas cosas: ni la realidad es todo lo existente, ni la idea es algo simplemente subjetivo. Esto modifica forzosamente la actitud que tengamos ante el problema de la formación de valores. Ya los valores no existirán en un mundo ideal inmaculado, ni la realidad será tampoco ese antro de perdición donde se estrellan todas las bellas ideas.

La realidad es. No hay que quejarse mucho de ella. Pero tampoco hay que pensar que en el mundo de las cosas reales se dé todo de un golpe y para siempre. La realidad evoluciona, se desarrolla, y si se desarrolla es que en ella se está desplegando la idea, la idea de un fin. Llega un momento también en que esa finalidad se cumple y, aunque siga existiendo, ya no es real el proceso u objeto en cuestión. Es cuando las cosas pierden su sentido, cuando los valores se trastruecan.

La idea, por su parte, no es ese reflejo pasivo de que hablan los materialistas ingleses y franceses. No, señor, la idea es algo mucho más importante, activo y creador. Lo primero es el verbo, después vendrá su enajenación natural y por último, su enajenación espiritual, donde podrá retornar a sí como idea conocida, como concepto.

El proceso de formación de valores debería tomar en cuenta este ciclo; o mejor: lo que puede enseñarnos este ciclo. No pueden transmitirse valores en abstracto, ni al margen de la realidad. Nuestro espíritu no se cultiva en invernadero. Lo ideal (el valor, el bien) está en estrecha comunión con lo real (el "mal"). No se pueden educar valores sino a través del prisma de sus contrarios, los vicios. El bien, por otro lado, no es una substancia etérea, sino real. El valor se da en la propia realidad, aunque a primera vista nos topemos con el carácter viciado de esa misma realidad.

Pero no es Hegel quien nos hace llegar a todas estas conclusiones. Si decimos que tenemos que tomar lo que nos puede enseñar el análisis de Hegel y no lo que dice textualmente Hegel es porque apreciamos que la doctrina hegeliana está a su vez viciada. Viciada de idealismo: el espíritu en él no hace más que conocerse a sí mismo, no a la realidad, que no es más que la forma enajenada (extraña a sí misma) que adopta la Idea en su primera negación.

El espíritu hegeliano es ya un espíritu objetivo, que se encarna en un pueblo y se eleva desde sus formas primitivas hasta las más sublimes (arte, religión y filosofía). Pero espíritu al fin. La actividad humana sigue aquí bajo los dictados de lo ideal, de la razón. Es necesario aún comprender al hombre por sus propios códigos materiales y no por la forma en que los filósofos lo idealizan.

Marx, tras la influencia feuerbachiana, planteó en su forma más descarnada el problema de la ideología, es decir, de aquella actividad humana encaminada a construir ideas (valores). Y descubrió que detrás de cada idealización humana, detrás de ídolos e ideales, se escondían fuerzas humanas perfectamente medibles y constatables: perfectamente materiales.

La práctica, en su sentido materialista, fue el elemento que le sirvió para dar tal giro. Él apuntaba el mérito que correspondía al idealismo al haber desarrollado este concepto, aunque fuera de manera idealizada. Correspondía ahora darle carne, desarrollarlo por la vía materialista, por la que aún no había transitado. Y esa práctica a la que hacía referencia era la práctica productiva, donde el hombre se procuraba los medios de producción y reproducción de su vida material y, a la vez, del mundo de representaciones ideales, de toda la cultura.

Es en la práctica donde el hombre comprueba la veracidad de sus representaciones, de sus conceptos. Es la práctica humana la que decide sobre la realidad de los valores que guían su actividad. Esta paradoja -que la práctica determine sobre los valores que a su vez le sirven de guía- es la clave de la actividad humana. No hay unidireccionalidad en ella. La acción recíproca de lo material y lo ideal (elementos que por demás se separan sólo en la abstracción filosófica) explica el modo práctico de actuar del hombre y las formas en que el propio hombre se representa esa acción.

El hombre actúa primeramente siguiendo pautas trazadas por generaciones anteriores. En el curso de su acción va creando, junto a los productos materiales de su actividad, formas nuevas de la propia actividad, esquemas nuevos adecuados a la circunstancia que ha transformado. Estos esquemas, a su vez, se convierten en guía de la actividad posterior. Este es el esquema ideal de la práctica humana, pero eso no significa que cada individuo lo siga conscientemente. Lo común es que el individuo corriente consuma los productos culturales creados por anteriores generaciones acríticamente, es decir, se deje llevar por prejuicios ideológicos propios de épocas pasadas y no llegue a desarrollar la capacidad de criticar la propia realidad. O, también, que los individuos desarrollen su nueva actividad práctica sin tomar conciencia de los nuevos esquemas, o sea, espontáneamente, de modo que no quedan a salvo de los zigzagueos y desvaríos.

En este proceso práctico de asimilación cultural es que transcurre la transmisión de valores. No pueden entonces enseñarse como entes absolutos que tienen un significado inalterable para todos los tiempos y lugares. Precisamente quien así los toma los convierte en fetiches y termina dominada su actividad por estos entes ideales.

El marxismo orienta el pensamiento en una dirección determinada: hacia la investigación de los fundamentos económicos de toda ideología. Es la cuestión de la llamada "última instancia", de la que se ha hecho demasiado abuso. Pero el intento de rectificación de los errores del dogmatismo no trajo mucho provecho teórico: el pensamiento se lanzó prácticamente a una negación del carácter determinante del factor económico con mil fórmulas predominantemente subjetivistas.

El hecho es que el esquema de pensamiento propio del marxismo fue y sigue siendo el materialismo, tal y como lo comprendió Marx. Esto implica que para comprender el complejo problema de la formación y transmisión de productos ideales como son los valores morales, debemos antes saldar cuenta con la realidad económica en que vivimos. Antes de juzgar si alguien o toda una masa de individuos faltan a la ética o a la moral social, hay que comprender las relaciones económicas de la sociedad en cuestión, para saber a qué están obligados los individuos por la ley económica de dicha sociedad.

El pecado original de la llamada "axiología" (me refiero a la pretensión de separar de la filosofía una especial "ciencia de los valores") está precisamente en la destrucción del vínculo del mundo ideal (al cual pertenecen los valores) con el mundo material de las relaciones económicas de producción. Este vínculo ya lo había establecido Hegel, aunque, ciertamente, no con mucha claridad. Marx parte de él, pero invierte su fórmula: no es el pensamiento el que se enajena en la realidad (en este caso, no se establecen relaciones económicas siguiendo pautas morales); las relaciones económicas se establecen según las propias leyes que imponga la madurez de las fuerzas productivas de la sociedad y quedan refrendadas luego en las más diversas formas espirituales.

Quien pierda de vista esta correspondencia corre el peligro de no comprender el rejuego ideológico alrededor del aseguramiento de los medios materiales para reproducir la vida tanto individual como de la sociedad en general. Las formas de propiedad, por ejemplo, deben adecuarse al carácter de las fuerzas con que se cuente la sociedad para producir y a su grado de madurez, y no puede una persona inteligente tomar por definitiva la idea de que la propiedad privada es un valor sacrosanto contra el cual no se puede atentar. Así como toda imposición artificial de una propiedad social sobre medios de producción artesanales traerá inevitablemente el desestímulo al desarrollo de esas fuerzas productivas, por mucho que se enaltezca el amor al trabajo creador.

Es cierto también, por supuesto, que la "última instancia" es justamente eso: última. El mundo ideal tiene suficiente capacidad para influir en la actividad de los individuos. El predominio de valores como la honestidad, la sinceridad, la fidelidad, la solidaridad no siempre se explica por factores económicos. Más bien, las primeras instancias (la educación familiar, la escuela, las circunstancias políticas) explican estos hechos con más consecuencia cuando se trata de individuos, grupos o incluso generaciones. Cuando los valores se instauran en la sociedad como formas ideales de la actividad humana, los individuos se subordinan acríticamente a esos esquemas. La libertad consiste, en este caso, en la relación crítica (en el sentido valorativo, no precisamente negativo) hacia los valores, donde el individuo considere la correspondencia de los valores con la realidad que le toca vivir. Consumir acríticamente un producto ideológico trae aparejado el peligro de ser manipulado por los ideólogos de la clase vitalmente interesada en la conservación de un estado de cosas determinado.

La liberación completa de los individuos pasa inevitablemente por la formación no de valores abstractos, sino de la capacidad misma de valorar, es decir, de la capacidad de juzgar críticamente los valores sociales a través del prisma de la propia realidad material, de juzgar acerca de la vigencia de unos y otros; y también -¿por qué no?- de crear nuevos valores en sintonía con las nuevas circunstancias.

Esta posición ante los valores responde directamente a la concepción del ideal propia del marxismo; concepción que pocos se molestan en estudiar, confundiéndola constantemente con otras completamente opuestas a ese esquema de pensamiento (me refiero más concretamente a la forma cristiana y a la forma kantiana de concebir el ideal). En Marx no hay la más mínima concesión a la visión idealista cuando concibe lo ideal. Y los que hoy abusan tanto de la noción de "utopía" asociándola al marxismo deberían plantearse con más seriedad la cuestión de la consecuencia lógica de un esquema de pensamiento.

El materialista consecuente no puede confundirse con el hecho de que el hombre se traza proyectos para conducir su actividad. Un individuo de pensamiento crítico no renuncia a plantearse metas ideales. Todo lo contrario. Lo que hace es no darle el carácter de fetiche al cual subordinarse, sino que se lo plantea como principio de solución de las contradicciones que realmente enfrenta en la práctica. Ese es justamente el carácter del ideal en su concepción marxista, que nada tiene que ver con la noción de utopía, es decir, de ideal inalcanzable pero "movilizador".

Concebir el ideal como principio de solución de una contradicción real es la única forma práctica de planteárselo. Es muy simple de entender: si usted tiene un problema siempre buscará la forma de solucionarlo; y para eso, lo primero que tiene que hacer es tener una idea de por dónde encaminará sus esfuerzos. Si tiene éxito o no en su empeño dependerá del grado de habilidad que demuestre en la solución del problema. Pero si usted de entrada se plantea la idea como algo imposible, se estaría cerrando de antemano toda posibilidad de solución. Aquí usted no estaría plegándose a la idea, que probablemente ni se corresponda con la realidad y, por tanto, mal pudiera servir para conducir la actividad hacia un fin práctico. Simplemente, con sentido crítico, ha considerado la viabilidad de esa idea, pero está en condiciones de reconsiderarla en cuanto la práctica le demuestre que no es viable.

Los valores, como forma eminentemente ideal de la actividad humana, guardan respecto al conjunto de la actividad práctica material ese mismo carácter que hemos considerado aquí en relación al ideal en general.

Estas han sido sólo algunas ideas en torno al proceso de formación de valores que he intentado extraer de la historia del pensamiento universal. Quedaría aún lanzar una mirada por otra tradición de pensamiento que tiene su trayectoria peculiar y que nos daría explicaciones más adecuadas para entender mejor el proceso específicamente nuestro de crisis y reformulación de valores. Me refiero, claro está, a la tradición de pensamiento latinoamericano, donde se inserta el pensamiento cubano. Pero esto lleva su estudio especial, que hacen ya otros especialistas más competentes.

Quede esto como una invitación al debate, más que como exposición erudita inapelable.

(Santa Clara, junio de 1997)


ANÁLISIS

Cabe decir, que elegí este artículo, ya que me parece interesante y necesario el ejercicio de aproximar el ámbito filosófico a la realidad educativa; el texto trata el aspecto de los valores de una perspectiva global, podríamos decir que hasta macrosociológica, sin embargo me pareció muy valioso en sus aportes, en sus reflexiones y es por esto que lo he escogido para comenzar a plantearme interrogantes – o tal vez certezas - y extrapolar ideas sobre la educación.

El autor nos introduce al tema de los valores en la educación y el rol que estos tienen hoy en día. Puntualmente, hace una reflexión acerca de cómo pueden ser reestablecidos los valores en la juventud. No teoriza sobre ningún valor en puntual; su pretensión apunta, mas bien, a generar una reflexión sobre cómo podemos crear conciencia de estos valores en las generaciones jóvenes, teniendo en cuenta que esta tarea es una tarea transversal, que compete a toda la sociedad.

Pareciera no haber mayor problemática en ello, dirá el autor, puesto que es de sentido común saber que en un profesor, así como también en otras profesiones o en ámbitos del quehacer humano, una de las grandes tareas es hacer que estos conozcan el mundo a través de lo emotivo, aspecto básico de la personalidad humana. Bien podría pensarse que para ello basta dar a conocer las ideas, sensibilidad y visión de mundo de los pensadores de antaño. Esto - piensa el autor - puede llevar a caer extensos monólogos, carentes de reflexión y de internalización por parte de los jóvenes educandos.

Sócrates da con el talón de Aquiles de esta forma de abordar la inculcación de valores, al decir “la virtud no se enseña”. Cabe, pienso, hacer una detención en este punto; es ya algo visto, la realidad actual en las aulas de clases, la agresión y violencia en algunos alumnos. Y sabemos la poca eficacia de los discursos y correctivos, que poca mella hacen en el alumno. El intento de traspasar determinado valor - como la bondad - mediante la exposición o alocución de esta, será infructuoso en la mayoría de los casos. La autora Sara López acuña la idea del aliciente valórico. Su posturas confluye en este sentido: la teorización de los valores poco o nada ayuda a formar en el educando los aspectos valóricos. Al respecto, pienso que debemos sembrar esta semilla en el interior del educando, cautivarlo, imbuirlo en el mundo valórico, empaparlo de ellos y que se transforme en algo vivencial y cotidiano. El profesor, en mis propias palabras, tiene como deber la acción: en este caso, la puesta en práctica de los mismos.

Siguiendo con el recorrido histórico que hace el autor, este habla de las pretensiones de implantar – bien podriamos hablar de imposición - de valores en la Edad media. Las figuras religiosas cobran un lugar preponderante, siendo un crisol, un modelo – el único - de perfección y virtud. Es una época teocentrista y el catolicismo imperante desplaza al mundo de las ideas de Platón, lugar donde es posible contemplar la idea de Bien. Surge aquí una dificultad en torno a la existencia o inexistencia del mal, pudiendo ser vista la última como una imperfección del bien. Esta disyuntiva va corroyendo la hegemonía ideológica religiosa. O Dios crea mal y bien conjuntamente; o crea un bien imperfecto – desprendiéndose de esto que Dios podría no ser perfecto- , no absoluto, por lo que hay cabida para la existencia del mal. Por ello es que ambos conceptos tienen una simbiosis, puesto que para entender uno, el bien, se necesita del otro. Entonces, no sería posible transmitir únicamente lo bueno.

Extrapolando estas ideas al contexto educativo, es notable ver que en muchas leyendas, mitos, historias y cuentos infantiles de antaño, como “El príncipe feliz” de Wilde o es posible ver como ambos polos se unen. Egoísmo, ira, vanidad, envidia y venganzas dan al niño, por el contrario, podrían dar al niño una comprensión más amplia de lo que es deseable o indeseable. Los cuentos son una manera más asequible al niño para recrear esta realidad dual. El horror, el mal, también son componentes de este mundo; es necesario integrar esta visión a los chicos, aunque de maneras adecuadas a su edad.

Volviendo al texto, el autor prosigue con Rousseau, quien se percata de la paradoja presente en la Educación en sociedad. Dirá que la educación parece corromper al hombre, alienándolo, degenerándolo, haciendo de él un ser egoísta, codicioso e injusto. Para Rousseau, su ideal educativo será una educación que sea más cercana al estado natural del hombre, que no vulnere y respete sus procesos naturales y su natural inclinación a la bondad.

El autor del texto enfatiza en este punto y hace un parangón entre la sociedad actual y la sociedad en la que vivió el filósofo francés, en cuanto a que los modelos de educación ponen coto a la libre expresión de la personalidad. En este punto, me parece muy importante una idea que menciona el autor y que quisiera destacar: la formación de valores morales no puede ser una actividad formal. Y es que necesariamente tiene que tomar en cuenta los aspectos subjetivos. En este punto quisiera parafrasear a Rabidranath Tagore, literato y pedagogo indio: Difieren los niños unos de otros y es preciso aprender a conocerlos, navegar entre ellos... Para explorar la geografía de sus espíritus es el mejor guía un espíritu misterioso que simpatiza con la vida”. De ningún modo se puede pensar que la inculcación de valores es algo lineal; cada chico lleva detrás una historia, una cosmovisión que no es más ni menos que la nuestra. Hay una multiplicidad de concepciones de vida, que deben ser respetadas. La escuela debiese fortalecer una formación ética, una capacidad crítica y reflexiva, teniendo claro que lo moral es algo particular, que no se puede objetar, desconocer o pasar a llevar. Si buscamos acercarnos al alumno, establecer un lazo, debemos ser abiertos; permisivos no en el sentido de dejar que cada cuál piense lo que desee, sino en que el otro pueda expresarse libremente, sin temor de ser reprimido o puesto en tela de juicio por sentir o valorar el mundo de manera diferente.

Creo que debiésemos tener como norte la tolerancia en el proceso educativo; algo que no debe confundirse con anarquía.

Prosiguiendo con el discurso del autor, este nos habla del desdén que hay por la actividad intelectual en la mayoría de la población e inclusive en las élites científicas. Prefieren estos últimos el conocimiento a través de los sentidos, lo material y visible, desechando la vertiente teórica, desconociendo la relación entre empíria y teoría. Me cabe especular que esta aversión generalizada bien puede ser producto de una educación fallida, que no considera ni se orienta a los intereses y competencias particulares del sujeto, viéndose vulnerado uno de los principios fundamentales de la Educación: el principio de la Individualización. El educando se ve compelido a interiorizar costumbres y normas que, inclusive, pudieran contravenir su concepción de la realidad. El ya desfasado modelo que ponía en el centro al educador, dejando al alumno como mero receptáculo de contenidos, es lo que ha alejado a muchas generaciones de hombres del arte de la reflexión y del pensar. Y pretender formar valores y que estos sean interiorizados por el sujeto como algo permanente, será imposible sin un mínimo de reflexión y voluntad. Cobra importancia aquí el principio de la actividad, en el sentido de que se requiere una disposición del alumno a la ponderación de los aspectos valóricos.

Prosiguiendo con este análisis, se entiende que Plá señala como causa de la decadencia valórica actual a la búsqueda de su correspondencia con la realidad. Cabe decir que la empiria supone contingencia en el tiempo.

Entonces, al asociar los valores hacia determinadas realidades, y siendo estas impermanentes, difícilmente puede un cuerpo de valores conservar su vigencia. La realidad es transitoria, pierde sus propiedades originales separándose de la significación que las unía con determinados valores. El cambio será de fondo, más no de forma; el cuerpo valórico queda como una estructura desfasada y corroída, no obstante, se mantiene como costumbre en sociedad, una institución social a la que nadie da crédito ni uso.

Podemos citar aquí a Nietzche, quien, en concordancia con lo expuesto por el autor, acuña el término transmutación de valores, estableciendo como uno valor a la Vida, ya que los sistemas de valores, para este, perderían vigencia y no podrían establecerse como algo permanente, al olvidar el hombre haberlos validado. Mas bien, Nietzche es un escéptico de los valores. Un escepticismo que estamos dejando como legado a los chicos, que observan el comportamiento lleno de vicios de sus mayores, de la sociedad. Por mucho que hablemos de valores a los alumnos, poco vale esto si no somos auténticos y consecuentes en pensamiento, palabra y acto. Aún cuando hay buenas intenciones, aun cuando en nuestro país, Chile, se escribe abundantemente del tema y en los últimos años, se realizan seminarios y existen movimientos en torno a tema de educación en valores, tal parece ser que la no consecuencia la que desvirtúa todos estos esfuerzos.

Volviendo a las ideas del autor, ahora menciona a Kant y Hegel, filósofos que dan cuenta de la importancia de la dimensión subjetiva – lo relativo, lo parcial de estos - respecto a los valores. Para Kant la razón pura – llena de contradicciones – no serviría de guía para nuestras acciones ni sería útil para llegar a la verdad en el ámbito moral. La vida práctica - señalada como moral – se supeditaría y sería regulada por la fe.
El imperativo categórico, como concepto, da cuenta del perfeccionamiento moral de los seres , siendo este un principio no coercitivo independiente de religiones o normas jurídicas; sería autosuficiente, pudiendo guiar la conducta humana hacia el bien colectivo. El imperativo categórico estaría dotado de una dimensión personal, provendría del sujeto mismo.

Hoy por hoy – a mi modo de ver – la sociedad pareciera depender exclusivamente de normas o bien, sanciones sociales para regir su conducta. La buena fe, la confianza, la cortesía, el respeto por el otro y el perdón, parecieran ser palabras añejas, sin sentido Aún cuando se habla de cambios en la educación, estos todavía parecen no dar frutos. Kant, así como la ideología budista, conciben al hombre como un ser libre de elegir. El hombre puede elegir entre actuar como un animal o desarrollar su interioridad a plenitud.
Me parece que esta libertad, ligada a la autonomía, principio básico de la educación, no está siendo estimulada. No se invita a los chicos a pensar, por ende, a optar. Se privilegia la entrega de contenidos, inducir a los chicos al mundo de lo científico, a mundos literarios, pero no se orienta su acción. Los valores son acción.

Luego, dirá el autor, el imperativo categórico de Kant es un ideal, imposible de ser concretado en realidad, pero servirá de aliciente para que esta se desarrolle y mejore.

Para Hegel por el contrario, todo es racional. Realidad y pensamiento, mundo real y ideal racional, serán caras de una misma moneda. No se puede desconocer, dirá el autor, el poder del Ideal, más aún en su sociedad, la cubana. La idea se concretiza en la realidad y la realidad tiende al ideal; no importando que sea de forma inexacta.

Esta flexibilidad modificaría la manera de ver los valores, puesto que los valores ya no estarán en el escenario de un mundo impoluto; la realidad tampoco será algo bajo y oscuro. O bien una mera apariencia, copia del mundo ideal, como postulaba Platón.

La realidad existe y debe aceptarse como es, razona el autor. Pero se desprende de sus ideas, que esto no quiere decir que debamos conformarnos con el status quo, puesto que tendemos una finalidad. Tendemos a conducirnos a un estado mejor de las cosas y eso es algo consustancial, inherente al hombre. Pero cuando alcanzamos el fin, los hechos u objetos ya no son reales, pierden sentido. Entonces, los valores se desorganizan.
Más la idea, dirá el autor, cobra mayor importancia aún. La idea será acción y creación. Será un proceso: de lo material, extraemos su dimensión natural y su dimensión espiritual, formulando el concepto.
El Bien no es como consideraba Platón una dimensión que sólo debíamos contemplar; será algo cercano y concreto. Y para educar en el bien, en cuanto a ideal, a valor, no podemos abstraernos del lo real. Coexiste con los valores, la corrupción y contrastando ambos podemos apreciar mejor lo bueno. Lo real y lo racional se identifican, para Hegel, en el espíritu.

Mas el autor termina por concluir que Hegel cae en un error en su filosofía. Se desprende de las palabras del autor que el espíritu no puede captar totalmente lo real. El quehacer humano – la realidad educativa, por ende – y el hombre deben ser entendidos en su dimensión material, sin caer en ideologizaciones acerca de estos. Idealizaciones que pueden habernos prejuiciado o condicionado durante nuestro propio proceso educativo y que podrían hacernos pretender que la visión que nos fue entregada y que digerimos sin discriminar mayormente, sea la correcta, la que deben seguir nuestros alumnos en clase.

Marx, si bien se sirve de estas ideas, la supera, dando un vuelco hacia el materialismo. Postula que tras las ideas están las realidades humanas, condicionantes económicas, mensurables y verificables y que serán estas las que determinan nuestras ideas y no al contrario. Marx ve en el trabajo a la fuerza que permite al hombre producir y propagar su vida material y también su mundo conceptual, puesto que es la práctica la que dispone sobre la consciencia, lo ideal, los valores que a su vez le guían. Habla el autor en este punto de un contrasentido, aunque más bien habrá una interacción entre las esferas materiales e ideales, entre el accionar del hombre y la caracterización o significados que el sujeto atribuye a este actuar.

El ser humano adecuará sus acciones de acuerdo a los cánones dejados por sus ascendientes. En su accionar, a la par de la producción material, irá creando nuevos modos de esta actividad, ajustados a las circunstancias. Estos nuevos modos servirían de referente para la actividad sucesiva. Esto para Marx sería el ideal al que debería propender el ser humano, más este no siempre tiene conciencia de ello y consume pasivamente la cultura de la generación anterior, sin generar juicios críticos acerca de esta realidad; de este modo, no se percatarían de los cambios que esta presenta, cayendo en desaciertos. O llevando a la humanidad a la debacle y guerras sin sentido.

Entonces, mal podrían enseñarse de esta forma los valores, ya que perderían su sentido de acuerdo a su ubicuidad temporo – espacial. De tomarlos así, los transformaríamos en meros títeres, sin relación con la realidad, volviendo a un idealismo.

El marxismo sustenta toda su estructura en el materialismo, que establece fundamentos económicos para los productos culturales, como los valores. Así, si deseamos comprender si un individuo o un conjunto de estos viven de acuerdo a la ética o faltan a esta, tendremos primero que comprender el entramado económico de tal sociedad.

El autor aquí plantea que la axiología, como ciencia que se ocupa de los valores, rompe la unión del mundo ideal – donde se sitúan los valores – con el mundo material económico – productivo. Hegel establece esta unión y Marx retoma sus ideas, aunque trocando el enunciado. Queda clara esta idea, citando las propias palabras de Marx «No es la conciencia (superestructura) la que determina la vida (infraestructura), sino la vida la que determina la conciencia». Serán los vínculos económicos los que respalden al cuerpo de valores, como esfera espiritual. Empero, de esto me parece entender que no se trata de justificar el relativismo valórico en tanto a que no exista la moral. Creo que se confunde relativismo con escepticismo, asociando al relativismo toda serie de males que aquejan hoy a la sociedad moderna, desde la delincuencia y deserción escolar, el maltrato infantil o la precocidad del despertar sexual, temas presentes en el quehacer educativo. El relativismo alude más bien a la idea de que todo cuerpo de valores esta sujeto a las circunstancias históricas o del medio cultural y por ende, no habría una moral absoluta aplicable de modo universal. El relativismo en cuanto a la moral, implicaría tolerancia respecto de la manera de valorar los hechos que tienen otras personas, otras culturas, entendiendo que su sistema de valores se ajusta sus condiciones.

En más de una ocasión nos encontraremos frente a vicisitudes, frente a valores deseables, pero que entrar en conflicto. Aceptaremos gustosos al alumno que demuestra “laboriosidad”, y tal vez nos conflictúe la “osadía” de algún chico, que bien podría ser una expresión de libertad y autonomía. Sara López dirá: “El maestro no opera “en”, sino que coopera “con” el alumno en la adquisición del saber”. Y al hablar de un “con”, entendemos que el alumno no es un ser subyugado al profesor; debe establecerse entre profesor y alumno una cierta complicidad, un acercamiento, una conexión que conduzca al diálogo, incluso – por qué no - a la discusión, más una discusión sana, que permita extraer lo mejor de ambas partes e integrarlas.

Haciendo paráfrasis de las palabras de Paulo Freire: "Nadie educa a nadie, nadie se educa a sí mismo; los hombres se educan entre sí, mediatizados por el mundo”. Palabras que expresan muy bien la autonomía que debemos estimular en el alumno, paulatinamente, para que este se desarrolle su capacidad de elegir, y no sólo esto, de hacerse responsable de sus elecciones. Es necesario, que en el aula de clases, en la relación social con sus compañeros, el alumno elija como proceder; quizás se equivoque, pero aprenderá a medir sus acciones y a enmendarlas.

Volviendo al planteamiento del autor, no se puede desconocer, de modo alguno, la liazón entre medios materiales y espirituales – valores - , puesto que son los medios materiales quienes permiten prolongar la vida individual y social. Deben adaptarse las formas de propiedad a las fuerzas productivas de la sociedad. Se pone como ejemplo de error, el imponer una propiedad social artificiosa sobre la producción artesanal (lo cual hace clara referencia a la realidad cubana del autor).

Con todo, dirá el autor, el mundo ideal será determinante en la actividad del individuo y los valores, tomados en abstracto (honestidad, sinceridad, solidaridad, bondad, etc) no siempre encuentran su razón de ser en variables económicas; serán las llamadas primeras instancias (educación familiar, escuela, circunstancias políticas) las que dan mejor sustento a los valores, ya sea que hablemos de un individuo, de una colectividad o incluso de generaciones. Los individuos, por otra parte, podrían adoptar una postura irreflexiva frente al cuerpo de valores establecido en la sociedad como cánon ideal de actividad, sometiéndose totalmente a estos moldes. El autor habla en este punto sobre la libertad, haciendo mención a la crítica como elemento de deliberación, de análisis, como facultad del sujeto que le permite conciliar a los valores con la realidad que vive.

La total liberación de los individuos pasa por la inculcación no de los valores en abstracto. La libertad, para el autor, radicaría en la facultad de tomar conciencia de los valores no perdiendo de vista la perspectiva de la realidad material, juzgando de acuerdo a esta última su validez; no cerrándose además, a la posibilidad de que haya nuevos valores más acordes con la realidad contigente.

El autor reflexiona sobre la postura del marxismo frente al Ideal, que se hace extensiva al ámbito de los valores. Según Plá, esta postura es comparada erróneamente con las posiciones del cristianismo y de Kant. En realidad, en Marx no contempla ningún atisbo de idealismo al entender el Ideal. En la filosofía marxista, deducimos de las palabras del autor, no hay realmente lugar para utopías. Dilucidando más su idea: el Ideal, los valores, serán algo cercano al hombre. En el materialismo no es que no existan aspiraciones para guiar el accionar del individuo: un hombre de mentalidad crítica, que analiza su propio acontecer, se aventura en la búsqueda de objetivos ideales, mas no los idolatra. Este individuo verá al ideal como el origen de una posible solución a los conflictos y dilemas de la vida diaria.

El Ideal, de acuerdo a Plá, será la génesis de las problemáticas de la vida real. Traslademos esta idea a un aula de clases: es evidente que frente a las múltiples problemáticas que surgen dentro de un recinto educativo, debemos tener una idea, un criterio o una proyección acerca de cómo resolverlos. En mis palabras, diría que el ideal (por ende, los valores), para Plá, no es la meta, sino el medio; llevando esto al ámbito de un aula de clases, el ideal será el medio para poder guiar u orientar la conducta del alumno hacia los fines deseables por la sociedad. El profesor, sin embargo, estará conciente de que esta idea, como directriz, quizás no sea factible en la realidad. Deberá actuar con criticidad, entonces, ponderando siempre la idea como una alternativa – no como dogma - de acuerdo a la práctica. De las palabras del autor, del análisis que este hace y puntualmente sobre las ideas de Marx, colegimos que de modo alguno desconoce este último la validez de los valores, no se les resta importancia. En palabras simples, entiendo que estos deben adecuarse al contexto, al momento histórico, más aún, a situaciones acotadas dentro de un aula de clase, en las que habrá que dirimir concientemente, que es lo mejor en cada caso y a cuáles valores ceñirnos de acuerdo a cada situación, cuando estos entren en conflicto o cuando no nos sea posible aplicarlos a la realidad.

Concluye el autor indicando que el tema no se agota aquí; claramente da para mucha más reflexión.

Píndaro dirá que el fin de la educación es “llegar a ser lo que somos”. Esto supone una empresa riesgosa. Implica adolecer, carecer de algo. Es de estas carencias que como futuros profesores, deberemos ocuparnos.

Aunque parezca de sentido común, debemos tener siempre presente que un alumno es un ser maleable, dúctil, que tiene la capacidad de cambiar y que puede ser conducido por una senda que le permita ser Persona, ser Hombre, poder desarrollar su potencial a plenitud, con toda la complejidad que este proceso acarrea.

Como educadores debemos ser auténticos, no mostrarnos con falsas caretas de perfección moral ni hacer pensar que nuestros puntos de vista o modos de proceder son los únicos valederos, puesto que no somos los poseedores de la verdad absoluta. Es así que conseguiremos una cercanía con el alumno. Debemos construir el significado de nuestros valores, a la par con ellos, intentando dejar de lado ideas preconcebidas o que pudieran ser dogmáticas. Debiéramos cuidarnos de caer en prácticas hegemónicas, que vulneran la libertad del alumno.

Al hablar de valores, se habla mucho de ética y moral. Indagando en ambos términos, pude percatarme de que estos tienen matices distintos. La ética es una disciplina filosófica y se caracteriza por ser objetiva. Busca establecer una escala valorativa única, de origen totalmente extraescolar. Por el contrario, la moral es de carácter subjetivo, es personal y se refiere a los principios adquiridos por asimilación de costumbres de la comunidad en que estamos insertos. Es la ética, como parte de la filosofía, quien examina a la moral; la supedita al uso de la razón.

Debemos, como educadores, agudizar nuestro criterio moral, ser prudentes y cuidarnos de no imponer en el alumno esquemas valóricos, tan sólo porque son los que a nosotros como individuos nos acomodan.

Difiero, en parte, con el autor del texto. Me parece, sin embargo, que los valores no son totalmente subjetivos. Mi postura es más bien ecléctica. Max Scheler afirma que estos son “Fuerzas o capacidades o disposiciones ínsitas en las cosas”; reafirma la existencia de una “independencia entre el ser de los valores y las cosas, bienes y contenidos objetivos”. De acuerdo a Scheler, captamos los valores mediante una “facultad estimativa”: la intuición. Pero aún si no fueran percibidos, estos no dejan de existir. De los postulados de Scheler, se desprende que los valores son atemporales, independientes de lo material, imperecederos. Creo concordar con la postura filosófica de Scheler y más aún, me parece que es posible conciliar esta postura un tanto objetivista con la postura materialista de Marx.

Scheler postula que es el hombre quien le da existencia a los valores, le da la “la luz del ser”. Los valores son objetivos en cuanto no van liados, atados a la existencia de lo material (bienes o cosas). A lo sumo, deducimos, irán ligados a la existencia del hombre, a la conciencia de este. Es el hombre, ser concreto, parte de la realidad, quien da cuenta de la existencia de los valores, no serán estos una simple quimera. Podemos concluir innegablemente que los valores no irán ligados a los bienes o cosas, pero si estarán directamente relacionados con el hombre, su evolución (o involución), su accionar, su devenir histórico, su diversidad, multiplicidad e individualidad. Concuerdo con Marx, en sus planteamientos sobre la adaptación de los valores a la realidad existente, realidad que no es la misma para todos, es distinta en cada cultura. Por citar un ejemplo, en las culturas protestantistas se da una alta valoración a la laboriosidad, al amor por el trabajo, como un modo de agradar a Dios. En cambio, en las sociedades cristiano católicas, la solidaridad y la misericordia son valores sagrados.

No obstante, no creo que todo el espectro valórico sea relativo; disiento en ese sentido. No viene al caso quizás entrar en aguas demasiado profundas en esta área, mas es posible mencionar que Scheler establece una jerarquía de valores, reconoce al hombre la capacidad de elegir, lo que supone conciencia, no solo preferir. Habla, además, del amor como esencia de la persona, esencia de la que emanan los valores. El ser humano tropieza inevitablemente con el Bien; es un ser perfectible y en búsqueda de superación permanente, sin embargo, puede optar por su libertad, por equivocarse, retroceder. Reiterando, un margen de error en los chicos puede ser sano, positivo, para que estos aprendan de sus equivocaciones, de lo equivocado de sus actos, de los efectos que estos surten en los demás. El chico desarrollará, lejos de un temor a imposiciones y castigos, una conciencia firme, directriz de sus actos.

El biólogo Humberto Maturana dirá: “Lo central en la convivencia humana es el amor, las acciones que constituyen al otro como un legítimo otro en la realización del ser social que viven en la aceptación y respeto por sí mismo tanto como en la aceptación y respeto por el otro”. El amor es lo que debe mover nuestra labor como educadores. El amor hacia nuestro trabajo, hacia nuestros alumnos. Es lo que debemos procurar que se sienta en la sala de clases, en nuestras palabras, maneras de dirigirnos; debemos procurar coherencia en nuestros actos, no dobles lecturas en los pequeños, para no crearles inseguridades y que estos sientan que tienen un referente sólido y confiable. El profesor es un modelo de conducta para el chico; no podemos defraudarlo, sobre todo en un tiempo en que están formando su carácter, su personalidad. Nuestra presencia será clave.

En relación a los valores, observo en la realidad educativa y familiar – ya que la familia es la primera instancia educativa – una crisis valórica, una falta de orientación, quizás ello pase por no tener claro qué tipo de hombre es que el debemos formar. Estamos en tiempos de tránsito, de una sociedad industrializada a la sociedad del conocimiento. Somos herederos de la industrialización y por ello es que hoy en sociedad contemporánea prevalecen la productividad, el consumismo, la competencia y la idea de una cultura de masas, donde se piensa es que lo heterogéneo es condenable. Como dice Sara López, “el hombre de hoy es el hombre de lo hecho y desechable”; vive condicionado por una sociedad que lo sume en la inercia, no considerando con atención la naturaleza y consecuencias de sus actos. El hombre de hoy es un hombre carente de ideales, sus convicciones, siempre pasajeras y cambiantes, son la pauta de lo que debe o no hacer. Es un hombre pesimista, que no cree que puedan haber cambios. Me parece que lo peor sería perpetuar el relativismo valórico en el que hoy estamos sumidos. Es necesario que el educador de hoy, ayude al alumno a despertar de su inacción. Debe hacerse partícipe al niño debe hacerse partícipe de su propia educación, evaluando las actividades, evaluando sus propios procesos. Es cierto que debe asimilar lo que como profesores entreguemos, pero también debe dar a conocer su pensar y su sentir a este respecto. Es lo que debemos estimular, planteándoles interrogantes al respecto. En el aula de clases, el alumno siempre tendrá algo que decir, algo que aportar, aún cuando le sea difícil expresarlo. Es nuestra labor extraer de él la riqueza de su pensar, buscar el modo de que este exteriorice sus razonamientos y de que vaya esbozando su posición ante la vida. No los convirtamos en nuestros remedos. Sembremos en ellos, más bien, un pensamiento crítico y cuestionador. Tenemos la responsabilidad de hacerlo.

Finalmente quisiera señalar que he escogido el tema de los valores en la educación, porque en mi opinión personal, son algo inmanente a la Educación, entendida como un proceso personal y volitivo. De acuerdo a esto, pienso que el ser humano tiene una predisposición natural a la búsqueda de la perfección. Rousseau diría "El hombre es naturalmente bueno, es la sociedad la que lo corrompe.” No podemos desconocer que el hombre, sin socialización, sin el contacto con otros semejantes, no se educa. Pero justifiquemos lo dicho por el pensador francés. Situémonos en el escenario de una sala de clases: cuántas no serán las veces que tras los muros de clases se comenten negligencias, se vulnera la capacidad crítica de los educando, privilegiando la entrega de contenidos por sobre la capacidad de discernir y algo más valioso aún, de disentir. Tendremos una gran responsabilidad: la formación de seres viviendo sus primeras experiencias, despertando al mundo, tomando conciencia de este. Parafraseando a Gustavo Villapalos: "El ser humano se siente libre cuando se haya en franquía para crear relaciones auténticas de encuentro. El encuentro se da cuando dos o más realidades entran en juego creador, crean vínculos valiosos bajo unas normas. La norma es el desinterés". Este, me parece, es el camino para formar principios en los alumnos; estimular la libertad de expresión, la reflexión sobre sus propios actos, emociones, que busquen respuestas en ellos. Bien puede ocurrir que a algunos alumnos les sea difícil expresarse, o a otros simplemente parezcan no importarle nuestros esfuerzos, quizás por provenir de ambientes represivos de ambientes donde no se les toma en cuenta. Reforcemos su expresión mediante palabras de ánimo, mediante cariño, poniendo interés en sus opiniones, en sus actos, respetando tanto su opinión como valoraríamos la de cualquier otra persona.

No adormezcamos sus conciencias, entonces. Procuremos en el futuro guiar, mas de modo alguno, imponer. No juzguemos apresuradamente, ponderemos antes las motivaciones que tuvo un niño para su actuar, por mucho que nos parezca indebido, inadecuado. El ser humano no es perfecto, pero es perfectible.

Por otro lado, y citando a Gustavo Villapalos: “Ser responsables no se reduce a cumplir los deberes. Es una actitud de constante disposición a responder positivamente a la apelación de los valores, por más exigente que sea.” Hay un paso más allá aún de la crítica y es la puesta en práctica. No sólo en el aula, sino en cada momento de la vida. Nada mejor que empezar nosotros mismos a educarnos en valores, a reformularnos como personas. La mejor manera de formar valores es con el ejemplo: podemos reducir mil palabras a un solo acto.

Quisiera parafrasear a Humberto Maturana dirá “los valores no hay que enseñarlos, hay que vivirlos… De los valores se habla cuando están ausentes.” Reflexionemos sobre qué modelo esperamos que sigan las generaciones jóvenes. Reflexionemos, pues lo que esperamos de los chicos es conciencia, es reflexión. Y no sólo reflexionemos; actuemos.

Creo que hay debemos volver los pasos sobre nosotros mismos: debemos plantearnos qué hubo de fallido en nuestros procesos educativos, en nuestras experiencias como estudiantes. Detenernos, quizás, a analizar nuestra propia conformación valórica, si quisiéramos que un niño nos tomase como ejemplo para su proceder en la vida o bien plantearnos qué recibimos nosotros de valioso, que podamos dejar a los niños en el aula, aún cuando el tiempo sea insuficiente, aún cuando parezca imposible otorgar a cada niño la atención que realmente merece.

Aún con todo lo dicho, creo que no puedo dejar de mencionar la importancia del legado del cristianismo, como influencia de la cultura occidental; de la sociedad chilena, en consecuencia. Muchos valores bíblicos se constituyen en cimientos de nuestra sociedad. La cultura humana ha salido airosa de épocas de barbarie, de esclavitud, de corrupción política o de hegemonía de la educación para unos pocos, gracias a un riquísimo sustento espiritual, a valores como la compasión y la solidaridad. Sin embargo, la moral del cristianismo impone un alto estándar a la sociedad y no se puede esperar que la sociedad como un todo cumpla siempre con estos cánones; de manera alguna pueden imponerse por fuerza, no podemos caer en totalitarismos, ni tampoco en idealismos. Necesitamos, sin duda, una educación basada en lo real.


Bibliografía / Fuentes utilizada para Citas

  • “El libro de los valores”

Gustavo Villapalos

  • “Teoría de los valores y filosofía de la historia”

León Dujovne

  • “Antropología y educación”

Sara López Escalona

Texto ¿Qué es educar? Humberto Maturana